Hoy, 40 días después de Navidad, recordamos el rito de la purificación de
María y de la presentación de Jesús en el Templo. Recordamos y celebramos cómo, los padres de
Jesús ofrecieron su vida a Dios, desde su nacimiento. Ellos creyeron y alimentaron la esperanza de
una vida arraigada al Dios de Israel.
En el Evangelio de hoy se nos narra cómo fue esta visita al Templo de
Jerusalén y cómo se encontraron con dos ancianos que habían consagrado toda su
vida para este momento: el encuentro con su Salvador. Fueron muchísimos y
largos años esperando que se viera cumplida su esperanza.
Al igual que nos pasa a muchos hoy día, la vida de Simeón y Ana también
estaba en crisis: estaban ya muy ancianos, cansados, desanimados, esperando sin
saber qué, o a quién, y muy probablemente dudando de sus propias
intuiciones. ¿Qué les quedaba? Solo la fe, en que eso que les hacía arder el
corazón, era un don y no una fantasía.
Restaba esperar, confiar, anhelar…Habían consagrado toda su vida a la
espera del cumplimiento de una promesa…
El claudicar no era y no es hoy día la alternativa. Después de entregar la vida, ¿qué queda? ¡Seguir entregándola!
¡Cuánta verdad!
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