1 de septiembre de 2025

Leyendo hoy a Lucas...

En una ocasión leí que lo primero que advierten a un candidato político previo a presentarse a un debate; es que se juega todo en los primeros minutos de su intervención. Y en este Evangelio, Jesús se presenta en la sinagoga y lo primero que hace es afirmar: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor"….

Siempre me impacta imaginar la escena: Jesús regresa a su pueblo, al lugar donde creció, donde todos lo conocen, y toma la Palabra para decir con firmeza: “Hoy se cumple esta Escritura que acaban de oír”. Es un momento solemne, pero también frágil, porque en esas palabras Jesús se expone totalmente: revela quién es y cuál es su misión.

Jesús habla con una claridad impresionante; no se anda con rodeos.  Él es el Ungido, el enviado del Padre para traer libertad, sanación y vida nueva. No habla de teoría, habla de misión. Y lo que anuncia no es para un grupo privilegiado, sino para los pobres, los cautivos, los oprimidos.  Y en ese anuncio se lo jugó todo, se jugó su propia vida.

Jesús no buscaba aplausos, buscaba corazones abiertos. Y por eso no dudó en recordarles que la salvación no es un privilegio de unos pocos, sino un don para todos, especialmente para los olvidados y marginados. Esa amplitud de corazón fue lo que sus vecinos no soportaron. Querían un Dios que se ajustara a sus fronteras, y Jesús les mostró un Dios demasiado grande.

Jesús cerró el Libro, lo devolvió al ayudante y se sentó. Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en Él. Entonces comenzó a decirles: «Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír».

Al escucharlo, la gente primero se maravilla, pero luego, aparece la semilla de la duda: “¿No es este el hijo de José?”.

Lo que me toca el corazón es cómo esa gente, que lo vio crecer, no pudo dar el salto de la fe. El problema no fue que no entendieran las palabras, sino que no soportaron reconocer a Dios en lo cercano, en lo conocido, en lo cotidiano. Les resultaba más fácil soñar con un Mesías lejano que aceptar al carpintero de Nazaret como salvador.

Esa resistencia me revela cuántas veces yo también encierro a Dios en mis esquemas, en mis expectativas, en mis normativas.  Tal vez espero un Mesías distinto, estructurado, espectacular… y Jesús viene siempre cercano, humilde, demasiado humano para mis gustos. Tan humano que recurrió a una vulgar y sencilla “estrategia política” para anunciarnos su proyecto de vida, el sueño de Dios, su Voluntad sobre nosotros.

Después agregó: «Les aseguro que ningún profeta es bien recibido en su tierra. Yo les aseguro que había muchas viudas en Israel en el tiempo de Elías, cuando durante tres años y seis meses no hubo lluvia del cielo y el hambre azotó a todo el país. Sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de Sarepta, en el país de Sidón. También había muchos leprosos en Israel, en el tiempo del profeta Eliseo, pero ninguno de ellos fue sanado, sino Naamán, el sirio».

Al oír estas palabras, todos los que estaban en la sinagoga se enfurecieron y, levantándose, lo empujaron fuera de la ciudad, hasta un lugar escarpado de la colina sobre la que se levantaba la ciudad, con intención de despeñarlo. Pero Jesús, pasando en medio de ellos, continuó su camino.

Lo más fuerte de este pasaje es el rechazo. Jesús, al confrontar la cerrazón de su pueblo, se vuelve incómodo, y lo expulsan. Y me pregunto: ¿cuántas veces expulso yo al Señor de mi vida porque no responde a lo que yo quiero? ¿Cuántas veces rechazo y excluyo a aquellos que me parece que no están en el lugar “correcto”?  

Este pasaje también me invita a revisar mis resistencias. ¿Qué tanto dejo que Jesús me sorprenda en lo cotidiano? ¿Acepto un Dios que se sale de mis moldes y me llama a abrir el corazón a los demás, aunque sean distintos? Hoy entiendo que creer en Cristo no es aplaudir sus palabras bonitas, sino dejarme transformar por un amor que me incomoda y me envía.  Así lo entendió perfectamente, San Antonio María Claret.