7 de febrero de 2021

Historias de ayer...historias de siempre

Hoy me levanté muy temprano y antes de que saliera el sol ya estaba en casa de mis padres.  Allí encontré como todos los días, en la misma silla, en la misma postura, a mi amado padre.  Entre sus manos, el periódico.  Ese que espera con aguda inquietud todas las mañanas.  Pienso que la lectura minuciosa que hace del periódico es su manera de perpetuar su deseo de seguir conectado con el mundo. Quiere gritar: “Presente” a la vida y testimoniar que a pesar de su vejez y enfermedad, sigue siendo un creyente que espera siempre la Buena Nueva.

Está al día con la política internacional, sobre todo la norteamericana; porque además de que siempre ha sido un fiel defensor de la gestión política del norte; está atento (y temeroso) de las repercusiones que tienen o puedan tener sobre nuestra isla, las decisiones de los nuevos políticos.  

A veces pienso que debe ser algo confuso para él lo acelerado que nos vamos moviendo o las muchas novedades que experimentamos de manera vertiginosa.  Lenguajes y modos de expresarnos de temas tan diversos y distantes a su generación:  cambio climático, crímenes de odio, SARS, ideología de género…

A pesar de todo, leer el periódico es una actividad que le hace mucha ilusión y que le da alegría.  Es lo primero que hace en la mañana, luego de poner a colar un poco de café.  No se le puede interrumpir su lectura, es un espacio que cuida celosamente y que nunca ha permitido a nadie violentar.

A mi papá siempre le gustó leer.  Lo recuerdo siempre con un libro en la mano.  (Afición que heredé de él.)  Leía de todo. Desde libros de historia, hasta novelas románticas.  Leía mucho, leía siempre.  Pero hace ya mucho tiempo que dejó de hacerlo.  Ahora lo único que lee es el periódico, amén de todas los largos y complejos papelitos que acompañan los medicamentos.

Lo veo sentado, absorto frente a su periódico y siento que vuelca sobre él, toda la energía que aún tiene reservada.  Muchas veces pienso que sobre él deja también, el fardo pesado de sus frustraciones, de su sufrimiento, sus limitaciones, su enfermedad.

Al entrar a la casa, encuentro a mi madre frente al televisor donde se está transmitiendo la misa.  Y como todos los días, ella la celebra fervorosamente, como si se encontrara físicamente frente al Sagrario.  Al igual que mi papá, ese momento es intocable e innegociable.  Escucha la Palabra con singular devoción y va respondiendo a todas y cada una de las invocaciones que se realizan durante la misa. Siempre me emociona ver cómo extiende sus manos, muchas veces, temblorosas al rezar el Padrenuestro…

Y es frente a este escenario que me vienen a la mente los muchos relatos que he leído en la Biblia y que van contando historias así, como la de mis padres. Relatos de personas que vivieron hace ya muchísimos años y que hoy día nos parecen tan lejanos como ajenos. Y al leerlos, creemos que son historias que ya pasaron, que quedaron olvidadas; y que no volverán a repetirse, como el descubrimiento de América.

Y pensamos que esas historias bíblicas pertenecen a un grupo selecto de elegidos que tuvo la “suerte” de experimentar en primera persona grandes acontecimientos: la Pascua, Pentecostés, la liberación del pueblo de Israel…

Y sentimos cierta envidia de la Magdalena, de la Samaritana, de Pedro; que pudieron ver cara a cara, la profundidad de la mirada misericordiosa de Jesús.  Tal vez, hemos sentido cierta nostalgia por no haber tenido la dicha de poder caminar junto al Maestro como los discípulos de Emaús.

Sin embargo, hoy, cuando reflexioné sobre la sanación de la suegra de Pedro, me di cuenta que no tengo nada que lamentar ni envidiar a ninguno de los personajes bíblicos.  Creo que contrario a eso, me siento afortunada, y profundamente agraciada y agradecida.  

Porque soy testigo de muchas sanaciones como la de la suegra de Pedro, hoy, en mi historia, en mi tiempo.  Porque Jesús está al centro en la casa de mis padres, siempre ha estado así, al centro de su matrimonio.  Y allí coexisten la enfermedad y la paciencia, la vejez y la esperanza.  Y en medio del sufrimiento, de las incoherencias, de las dificultades, de las incomprensiones, siempre hay signos de Vida, de Alegría, de Confianza.

Jesús ha estado en mi casa, como estuvo en casa de Pedro y he sentido su abrazo como lo sintió seguramente Juan y he sentido la urgencia de escucharle como la sintió María.

Porque veo en mis padres la misma convicción de ver cumplida la promesa, como la tuvo Ana y el viejo Simeón.  Porque Jesús se me acerca cada vez que tengo fiebre.  La del egoísmo que me tienta ante las exigencias de mis padres.  La fiebre del desánimo ante el cansancio y falta de confianza en Su Fuerza…Él se acerca, me extiende Su Mano y me toca.  Y me siento como la Samaritana sentada en el pozo, enferma de sed pero confiada en que recibiré el Agua Viva. Y me levanta y me da ocasión de servir, de compartir el don de Su Amor y de Su Paz con todos.  Y me levanta…con suma ternura, con infinito Amor.

Jesús no es el Dios de las primeras comunidades.  Jesucristo es Dios ayer, hoy y siempre.  Y podemos experimentar la Fuerza de Su Amor abriendo el corazón y estando atentos, para verlo pasar por nuestro camino. Tenemos que subirnos al árbol, como Zaqueo. Seguramente igual que a él, Jesús nos pedirá visitar nuestra casa.

2 de febrero de 2021

Claudicar, no es la alternativa...

  

Hoy, 40 días después de Navidad, recordamos el rito de la purificación de María y de la presentación de Jesús en el Templo.  Recordamos y celebramos cómo, los padres de Jesús ofrecieron su vida a Dios, desde su nacimiento.  Ellos creyeron y alimentaron la esperanza de una vida arraigada al Dios de Israel.

En el Evangelio de hoy se nos narra cómo fue esta visita al Templo de Jerusalén y cómo se encontraron con dos ancianos que habían consagrado toda su vida para este momento: el encuentro con su Salvador. Fueron muchísimos y largos años esperando que se viera cumplida su esperanza.

Al igual que nos pasa a muchos hoy día, la vida de Simeón y Ana también estaba en crisis: estaban ya muy ancianos, cansados, desanimados, esperando sin saber qué, o a quién, y muy probablemente dudando de sus propias intuiciones.   ¿Qué les quedaba?  Solo la fe, en que eso que les hacía arder el corazón, era un don y no una fantasía.  Restaba esperar, confiar, anhelar…Habían consagrado toda su vida a la espera del cumplimiento de una promesa…

El claudicar no era y no es hoy día la alternativa.  Después de entregar la vida, ¿qué queda?  ¡Seguir entregándola!