Según Qohélet, los acontecimientos de la vida tienen un carácter cíclico. Todo tiene su tiempo y caducidad. Así pues, que no se puede estar toda la vida llorando…ni toda la vida haciendo duelo…
Según el
libro de Eclesiastés, hay un tiempo para cada cosa: tiempo de nacer, tiempo de morir; tiempo de
plantar, tiempo de arrancar; tiempo de llorar, tiempo de reir; tiempo de hacer
duelo, tiempo de bailar…(cf. Ecl 3, 1-8).
Los sicólogos
dicen que cuando un duelo dura más de la cuenta, es sinónimo de alguna
patología no resuelta.
Pero, habría
que preguntarse: ¿y durante cuánto tiempo es “normal”, “razonable” llorar? ¿Cuándo
se supone que paremos el llanto y volvamos a reir? ¿Cómo saber el momento de finalizar las famosas
cinco fases que la siquiatra Kubler-Ross nos habló hace ya mucho tiempo en relación
al duelo? ( Negación-Ira-Negociación-Depresión y Aceptación…) Estoy segura, que no soy la primera, ni
seré la única, ni última persona en hacerse estas preguntas…
En ocasiones,
como hoy; llevo a mi oración personal (o llegan) estos pensamientos. Pienso que el llanto no se puede encasillar
en tiempo ni espacio. Todos experimentamos
la necesidad y a veces, urgencia, de llorar. A fin de cuentas, el llorar no es otra cosa
que la respuesta instintiva ante un dolor físico o emocional (esta es la definición
del llanto, que leí una vez, visto desde un punto estrictamente fisiológico). Por lo tanto, al llorar, expresamos a los que
nos rodean, lo que vamos experimentando por dentro. Y de este modo, damos signos de humildad, de
transparencia y honestidad.
El llorar nos
da la dignidad de ser perfectamente vulnerables, sensibles y capaces de retar a
una sociedad que enfrenta cada vez más, con indiferencia e indolencia el sufrimiento
de los otros.
Todos
lloramos al nacer, siempre habrá al menos, una persona que llore cuando
muramos; pero no todos vivimos de igual modo nuestros duelos, ni tienen todos
el mismo tiempo de duración.
Todos vivimos
distintos duelos a través de nuestra vida. Una cosa es asumir sanamente la
realidad de los sufrimientos propios de nuestra naturaleza humana, y otra muy
distinta, aquellos que son causados por acontecimientos que nunca debieron ocurrir. El llanto por la pérdida de un ser querido es
distinta al llanto ante las injusticias, el hambre, la pobreza, el abuso de
poder, etc.
Ante la
muerte, la enfermedad, el llanto redundará en liberación. Pero ante las injusticias, será siempre un
grito reclamador. Si lo dudan, solo
habría que preguntarle a los familiares de las víctimas de los atentados a las
Torres Gemelas, a las madres de Plaza de Mayo, a las familias de tantas
víctimas de la trata humana y de tantas atrocidades e injusticias de las que lastimosamente
somos testigos.
Por eso,
llego a la conclusión que es fundamental que el llanto reclame su espacio y su
tiempo para el duelo. Que lejos de
querer asumir una actitud derrotista, o masoquista, nos ayude a recordar
nuestra fragilidad, nuestra pequeñez y nuestra necesidad de abandono y confianza,
en el Protagonista de nuestra historia. Y cada quien tomará el tiempo que necesite
para ir transformando el llanto en Paz…
Pero, el llanto
que ocasiona el egoísmo del hombre, ese llanto se debe inmortalizar. No se puede clausurar el dolor, hay que reivindicar
a cada víctima con el recuerdo permanente de cada rostro, de cada nombre, de
cada persona. Ese acto será siempre un
grito, un genuino reclamo de justicia y un recordatorio de lo que somos
capaces, cuando jugamos a ser el protagonista
de la historia.