15 de junio de 2020

A los 92 días de mi cuarentena...

Iniciando la tercera semana de junio y regresando a escribir por aquí.  He encontrado una solución temporera a mi computadora dañada, en lo que puedo llevarla a reparar, al menos puedo escribir esta noche. (no sé de mañana).

Los pasados días han sido algo complicados y ciertamente, he extrañado mucho este Blog.  Se me ha hecho ya costumbre, escribir en las noches.  Es una manera de canalizar mis ideas, mis pensamientos, sentimientos…Además, es el modo también de sentirme entrelazada, en comunión con otros. 

Sé que no tengo una vida “interesante”. No me pasan cosas ni extraordinarias, ni importantes.  Me pasa lo que le pasa a todo el mundo; experimento más o menos lo que la mayoría experimenta, tengo mis mejores y no tan buenos días, como todo el mundo.  Soy consciente de eso, pero desde mi vida “ordinaria”, intento rescatar pedacitos de bondad que he recibido de mi Padre.  Y desde ahí, intento dar lo mejor de mí a los demás.

En estos días, he visto con mayor claridad, lo fácil que se puede perder todo en la vida.  Se puede perder dinero, un buen trabajo, privilegios, comodidades, amigos, en los que confiábamos ciegamente, bienestar, salud… todo, podemos perder absolutamente todo.  Todo, menos la Esperanza.  

La Esperanza es lo más valioso de nuestra vida.  Ella nos levanta siempre, incluso cuando sentimos que nos quedan pocas fuerzas.  Es inspiración, motivación para vivir y aprender, especialmente cuando la vida puede mostrarnos el rostro de la decepción, el rostro de la incertidumbre, de la tristeza.  

Pero, siempre hay que esperar la llegada de los tiempos de la “goma abajo”.  Sin olvidar que la goma siempre da vueltas, hoy pudiera estar abajo, pero si no nos detenemos, seguirá rodando y volverá a estar arriba. Doy fe de ello.

En la vida, debemos esperar los problemas, las adversidades, los conflictos.  Nos guste o no, vienen en el paquete.  Nadie está libre de ellos.   Pero eso no significa que haya que perder la esperanza.  Y hay momentos que tocará levantarse, mirar de frente las dificultades y aclararle que no podrá contra nosotros, que no serán más fuertes que nosotros, porque estamos revestidos de Esperanza.

Leí en una ocasión que una persona puede vivir cuarenta días sin alimento, cuatro días sin agua, cuatro minutos sin aire, pero solamente cuatro segundos sin esperanza.  No sé si esto es verdad, pero no me extrañaría que fuera literalmente cierto.  

Cuando salimos con mi mamá, de la oficina médica el pasado jueves, llevábamos en las manos muchos papeles, placas, laboratorios, estudios.  También salimos con muchas incertidumbres, desánimo y tristeza.  El doctor evaluó, habló, explicó, orientó…al final pude ver en sus ojos y palpar en sus palabras que había una fuerza interior que le movía a animarnos, que le obligaba a ser solidario, cercano, humano.  Y era la Esperanza.  Tiene un enorme deseo de transmitirnos su esperanza y alimentar la nuestra para no dejarnos decaer y confiar que solamente esperanzados podremos librar la batalla que nos espera.

La Esperanza es bien poderosa, nos hace salir hacia adelante cuando vivimos momentos duros, nos da razones para soñar con un futuro y nos capacita para enfrentar el desánimo, el dolor de la traición, la impotencia ante las injusticias.

A veces, podemos pensar que nuestro viaje ya va llegando a su destino final.  Sentir que ya nos hemos desgastado, que hemos consumido todas nuestras fuerzas, agotado toda nuestra energía y que es momento de silenciarnos.  Es una gran tentación a la que estamos expuestos cuando tenemos “la goma abajo”.  

Y es precisamente, la Esperanza, la que nos recuerda que no llevamos nosotros el cronómetro de la vida.  El proyecto de Dios, su obra creadora, no acaba nunca en mí.  Y cuando tal vez se piensa que no se tiene nada nuevo que ofrecer, el Señor te desborda el corazón y te insufla Esperanza.  Porque así es Él, así me ama.

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