28 de marzo de 2020

Día 13 de la cuarentena

Luego de haber tenido ayer el increíble momento de oración por la pandemia del coronavirus que presidió el Papa Francisco; imaginé que tendría en la noche un largo y reparador descanso.  Pero, por el contrario, se activaron las pupilas y el sueño se disipó entre horas muertas.  No fue hasta después de las tres de la madrugada que se hizo insoportable el peso de los párpados y pude al fin dormir.

Una llamada en la mañana, me liberó de la pesada somnolencia.  Una muy querida amiga (hermana) fue temprano al supermercado y me compró algunos artículos que sin ella saberlo ya estaban escaseando en mi cocina.  Además de que ciertamente me ha hecho un gran favor, evitando tener que romper la cuarentena; me hizo un hermoso regalo.  Recordar una de mis palabras favoritas:  asombrarse.

Aunque sé que es una gran mujer y muy noble; no dejó de asombrarme su hermoso gesto.  Pensó en mí, y ese pensamiento la llevó a accionar su generosidad y provocar en mí la sorpresa.

Para poder cultivar el asombro hay que rescatar la inocencia de los niños.  Desde un corazón sencillo, puedo entrar en relación con los otros, descalza de ideas estudiadas y acciones programadas.  El asombro me rompe los prejuicios y me permite tener la mirada que no alcanza a ver maldad en el otro.  Y puedo ver en los demás la imagen real y no la que racionalmente me he podido hacer de ellos.

El asombro nos vacuna contra el virus de racionalizar el Evangelio. Y nos protege de convertir la Palabra en hechos y conocimientos insípidos e inertes. La belleza de Su Palabra está cimentada en la capacidad de asombro que pueda yo tener.  Cuando escucho el mismo evangelio una y otra vez, pero lo transito por un camino desconocido, y desprotegida de memorias archivadas; descubro el vino nuevo que siempre me sorprende.  

Por eso, cuando siento que se me enturbia la mirada, me pongo al borde del camino y grito como Bartimeo:  ¡Señor, que yo pueda ver!

Mientras escribo, me vienen a la mente tantos momentos de asombro que provocó Jesús entre los suyos, que termino yo nuevamente sorprendida…

Pienso, que si la samaritana no hubiera tenido la capacidad de asombro, no hubiera descubierto a su Salvador en Jesús, aquel día en el pozo. Porque hubiera visto sencillamente a un hombre judío, un forastero.  Fue su capacidad de asombrarse que le permitió ver en los ojos de Jesús, la profundidad del pozo que calmaría su verdadera sed.

Inevitable no recordar el milagro mal llamado “multiplicación de los panes”.  En realidad, es el milagro de la generosidad.  Solo el asombro que debía producir en la gente la mirada de Jesús, las palabras de Jesús, su extraordinario testimonio de vida, solo eso, podían hacer posible la capacidad de asombrarse y eventualmente frutar ese sentimiento en apertura y generosidad para los demás.

Los fariseos, los mercaderes del templo, la viuda de Naím, Pedro, la adúltera…son tantos los que tuvieron fuertes experiencias con Jesús, que nacieron de la capacidad de asombrarse.  Que se dejaron desconcertar y poner en dudas sus propias convicciones.  

La capacidad de asombro irrumpe en mi agua estancada y la hace brincar en borbotones. Me anestesia la certeza de lo sabido; me convierte en analfabeta; que va por la vida con una sabia sed de descubrir la Buena Nueva…

Toda esta reflexión ha nacido de mi asombro por el hermoso gesto de mi hermana, que me ha hecho reconocer en ella su bondad, su generosidad, su cercanía y cariño para conmigo; el don del Amor en su corazón.  Le ofrecí mi profundo agradecimiento y por supuesto, también le agradecí a Dios por el don de su amistad.

Mi tarde continuó como un sábado ordinario.  Me preparé pancakes, desayuné en mi balcón y separé un tiempo para leer y por supuesto para la oración.  Y no pude evitar caer en la tentación de sumergir mis dedos en harina.  No saben la excelente terapia que es para mí la cocina.  En esta ocasión, tocó preparar unas tortitas de maíz; que  para mi asombro, quedaron muy buenas.

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