18 de abril de 2020

A los 34 dias de mi cuarentena...

La noche estuvo lluviosa, aunque calurosa.  Desde mi balcón se escuchaba una música a un volumen bastante alto y hasta bien tarde en la noche.  El invitado especial de la fiesta fue El Gran Combo.  Sí, la fiesta, porque además de la música se escuchaban muchas voces y risas.  No tengo la menor idea del motivo de esta fiesta.  Pero ciertamente que fue una experiencia bien extraña.  Hacía tiempo que no escuchaba muchas voces juntas al mismo tiempo y por supuesto que además de sentirme sorprendida, también me sentí, indignada.  ¿Una fiesta en la noche, en este tiempo de cuarentena? ¡No entiendo nada! ¡Una total imprudencia!

Crecí con la idea de que la imprudencia es signo de inmadurez y por lo tanto, sinónimo de pocos años.  Pero, la vida se ha encargado de demostrarme que esto no es cierto.  La imprudencia sí delata falta de madurez, pero no es sinónimo de juventud. Hay igual cantidad de jóvenes, como de adultos, imprudentes.  

La virtud de la prudencia va por otro lado.  Por eso, al escuchar anoche la fiesta, la música, las voces; no me pude hacer la idea de si la celebración era un cumpleaños, un aniversario, un divorcio, o un desgarrador grito de desesperación por los 34 días que llevamos de cuarentena.  Nunca sabré el motivo, pero sí, que me sirvió para pensar un poco en cómo vamos reaccionado ante las circunstancias y ante el pasar de los años.

Cuando se es joven, se vive un largo período de omnipotencia y de creerse infalibles y sabios. Se vislumbra un futuro lleno de posibilidades, una amalgama de oportunidades y todas las capacidades del mundo para optar por cualquiera o por todas. Al pasar el tiempo, todos estos pensamientos van despertando a una realidad muy distinta.  Experimentamos la caducidad de nuestras fuerzas, la pérdida de destrezas y nos damos cuenta que nuestras energías se han limitado bastante.

Es entonces que rescatamos algo de sensatez, y decidimos emplear las energías que nos quedan, en aquello que es verdaderamente importante.  Nos damos cuenta de que hay que renunciar a ciertos sueños y a ciertas prácticas.  Y que, por otro lado, tenemos entre manos un caudal valioso de cualidades, de capacidades afectivas, de experiencias acumuladas, que nos permiten vivir con dignidad y sabiduría.

El camino hacia la vejez no lo caminan todos de igual modo.  Algunos van sorbiendo los años con serenidad, a un ritmo sosegado, y otros llevan una desenfrenada carrera, no por avanzar a cumplir años, sino a detener los signos del tiempo a cualquier precio y de cualquier modo.  Estos últimos desgastan las energías que les quedan de la manera más tonta.  

Derrochan el tiempo (que cada vez es menos) en rescatar o fabricarse nuevas imágenes.  Ceden ante las obsesiones.  Eliminar los rollitos de grasa acumulados en el vientre, someterse a tratamientos para eliminar esas estrías que dejó el embarazo, pintarse las canas, inyectarse tratamientos para sentir vitalidad, apuntarse en el gimnasio, comprarse las cremas más caras, para eliminar las arrugas; laser, liposucción, y por supuesto, levantamiento de todas las cosas que se han ido cayendo por el camino.  Queremos hacer todo y cualquier cosa para que el espejo nos devuelva la imagen que queremos, no la que en realidad tenemos.

A muchas personas les resulta muy duro darse cuenta de que están envejeciendo porque sienten que van perdiendo muchas cosas.  Ciertamente, el transcurso de nuestra vida es una sucesión de pérdidas.  Y esto nos cambia la vida radicalmente.  Lo que en un principio era importante para nosotros, una persona, o alguna cosa; de pronto, ya no lo es. Aquello que nos daba seguridad, como amistades, incluso trabajos, desaparecen.  La vida no es la misma, ha cambiado totalmente.  Pero la razón de ser de la pérdida es avanzar hacia el futuro, clausurando el pasado.  Y cuando comprendemos y aceptamos esto, entonces, la pérdida se convierte en un don hermoso.

Ya no somos los mismos de antes, pero nos convertimos en personas nuevas, dispuestos a aprender cosas nuevas, precisamente cuando entendíamos que ya no nos quedaba nada.  Y es porque dentro de nosotros mismos tenemos algo que nadie nos puede quitar. Esa Presencia real del Amor que nos ha ido acompañando a lo largo de nuestra vida.  La que cuida de nuestra Esperanza, de nuestro Gozo, de la absoluta confianza en que Dios ha caminado, camina y seguirá caminando con nosotros.

Con frecuencia, las pérdidas son ocasión de la novedad y las que nos permiten valorar las riquezas acumuladas. Y es esa riqueza la que nos priva de nuestras antiguas seguridades para quedarnos solos.  En esa “soledad”, se nos abren los ojos y nos enfrentamos a lo único y verdaderamente real: el Amor.  El Amor que nos abrirá nuevas puertas, nuevos caminos que siguen latiendo con Vida.

Es una invitación a cambiar de rumbo, a poner todas nuestras energías en otra dirección.  Frente a nosotros hay muchos caminos, no hay uno solo. Muchos de ellos nos parecen muy parecidos a los ya recorridos, otros, nos asustan un poco porque no los conocemos.  En uno de ellos está el Dios de la Vida, esperándonos.  Él quiere acompañarnos a culminar ese proyecto que ha soñado desde la eternidad para cada uno de nosotros.

Hay que elegir un camino, uno solo.  Lo que significa que hay que optar, que hay que elegir.  Yo le pido al Señor, me haga prudente al momento de hacerlo.  Que pueda tener claro, los pasos que tengo que dar, las cosas que debo dejar y el camino donde le podré encontrar. 

3 comentarios: