20 de abril de 2020

A los 36 días de mi cuarentena...

El día amaneció muy caliente.  No me apetecía desayunar en el balcón.  Las plantas estaban cabizbajas y mustias, añorando un poco de agua.  Me compadecí de ellas y antes de desayunar las rocié un poco.  Pobrecitas, el calor las lastima mucho. Al terminar de desayunar, participo de una reunión (relacionada a mi trabajo) por la famosa plataforma, Zoom.

Todavía me cuesta mucho comunicarme por estos medios tecnológicos, que aunque ciertamente son una tremenda herramienta que nos ofrece muchísimas posibilidades; no deja de hacerme sentirme  muy extraña. (soy de las que necesito “tocar”).

Luego de una mañana y media tarde centrada en trabajos, me premié con una buena dosis en mi cocina, ya que cocinar es una de las cosas que más disfruto hacer.  Tuve hoy la bendición de preparar también para mis seres amados (mis hijos) y aunque no puedo compartir con ellos, pude hacerles llegar su porción, junto a los cupcakes y bizcochos de guineos que preparé ayer domingo.  Espero que lo hayan disfrutado tanto como yo al prepararlos, pensando en ellos.

La mesa será siempre ese lugar tan especial para todos, para la familia, para los amigos.  Es lugar de encuentro, de mirarnos a los ojos, de sentirnos abrazados y de entretejer sueños.  Estamos en Pascua.  Y recordaba esta tarde, como es sabido de todos, que tenemos cuarenta días de cuaresma, en preparación a este tiempo Pascual, que dura cincuenta días.  Pero ciertamente, el tiempo de la cuaresma se siente más lento.

Durante la cuaresma vemos hechos que se van sucediendo en espiral, como una gran película de suspenso.  Nos encontramos en ese camino: a los discípulos, a María, a Zaqueo, a la hija de Jairo, a la suegra de Pedro, a los novios en Caná, al joven rico y a tantas personas que van interactuando con Jesús constantemente.  Se percibe una atmósfera llena de prisas, caminos recorridos a una gran velocidad.  Pero, Jesús va a paso lento.  No se siente presionado por el tiempo, no se deja seducir por las urgencias.  

Jesús va a su paso, nunca tuvo prisa.  Comenzó encarnándose en una mujer.  Esperó como todos, nueve meses para dar su primer respiro.  No realizó ningún acto de magia para saltarse etapas de su vida.  Cumplió años de trescientos sesenta y cinco días, como todo el mundo.

Se le perdió a sus padres cuando tenía doce años.  Le estuvieron buscando por tres días.  Tres días completos que estuvo conversando de las cosas de “su Padre” con los doctores de la ley en el templo; tranquilamente, sin agobiarse por el tiempo invertido ni la angustia que provocó  su ausencia.

Esperó treinta y tres años para comenzar su vida pública.  No llegó a Caná a realizar su primer milagro como entrada triunfal, no.  Primero hubo saludos, alegría, baile, boda, fiesta...  Luego tuvo que faltar el vino, sentirse movido por la petición de una Madre y luego…solo luego, realizar su primer milagro, gota a gota de agua convertida, derramada, compartida.

En el desierto, estuvo por cuarenta días, acompañado de la tentación.  A sus discípulos los fue llamando y eligiendo un día y otro, suave y calmadamente.  No corrió a sanar al siervo del Centurión, no tuvo prisa para ir al encuentro de su amigo Lázaro.  Jesús no fue un hombre de prisas, fue un hombre de una vida apasionada, profunda, pero nunca apresurada.

Sin embargo el tiempo de la Cuaresma nos mete en una gran vóragine de horarios, de actividades, de eventos, de rezos, de cantos, de inciensos…son cuarenta intensos días para llegar finalmente a la Pascua.

Con este tiempo Pascual, todo es muy distinto.  Son cincuenta días pausados, serenos.  Nos encontramos a un Jesús Resucitado, transformado.  Pero que conserva en su ADN, su pasión por la gente.  Su única urgencia es el encuentro, su lugar favorito:  la mesa, donde se comparte la vida.

Al acompañar a los discípulos que iban hacia Emaús, no sugirió tomar algún atrecho, no se apresuró a presentarse, no se lanzó a abrazarles como estoy segura que su corazón le pedía.  Se acercó como Presencia Viva que se deja ver, que sale al paso, que habla, que anima, que comunica paz, alegría.  Su manera de hacerse presente es personal, y eso se hace con cierta morosidad. Es una presencia que va haciendo memoria, nombre a nombre, suscitando recuerdos y experiencias comunes, rehaciendo los lazos fraternos.

Jesús caminó, escuchó, acompañó, habló; con total ausencia de prisas.  Hasta llegar a la mesa.  Momento del corazón ardiente y gratuidad plena.  Y orientó, animó, consoló, envió…con la única urgencia del Amor.  Es en la mesa donde nos abrimos al Resucitado, a su Presencia, y le pedimos que nos siga mostrando sus manos y su abierto costado para que no nos olvidemos nunca de la Vida Verdadera.  Y esto solo puede realizarse con el corazón pausado, con el paso firme, pero sin ningún apuro.

Al terminar la Cuaresma, comenzamos a vivir la Pascua, muchas veces con poca memoria.  Porque al terminar las grandes celebraciones de la Semana Santa, nuestra mayor urgencia es tomarnos unos días de descanso.  Frenar nuestra actividad para poder serenarnos y comenzar a caminar nuevamente, con más fuerzas, con más ánimos, pero, con la misma prisa.  Y caemos en la tentación de no saber degustar este camino porque nos urge llegar a Pentecostés.  Y mientras tanto, nos perdemos de la mesa, del pescado, del pan y del vino.  
  
Se nos hacen ínfimas las paradas en el camino,  los ángeles, Magdalena, Tomás, los discípulos, María, Emaús…tan poca actividad para cincuenta días.  Por eso hoy tengo mucha nostalgia por la Mesa.  Porque ella me obliga a sentarme, a mirar a los ojos, a estar atenta de oídos y de corazón.  A darme cuenta de que tengo un tiempo privilegiado para escuchar, para compartir el pan y para compartir la Vida.  La mesa, lugar que me recuerda que Él me acompaña sin prisas y que de esa manera, me invita a acompañar a otros.  

Hoy, por motivos de la cuarentena, llevo ya 36 días sin compartir la mesa con nadie; al menos físicamente.  Pero el Resucitado me ha venido invitando día a día a través de Su Palabra.  Y me siento en el camino de Emaús, escuchando sus relatos que van trayendo a mi corazón el vivo y hermoso recuerdo de toda una larga vida de salvación.  El corazón se ensancha, se contagia de alegría y me siento caminando, sin prisas, degustando con mucha calma la Presencia del Resucitado en mi vida.  Me siento acompañada, amada y se me abren los ojos diariamente, al partir el Pan.

4 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  2. Lo que llamas "prisa" lo experimento como deseo de controlar el tiwmpo, la elección de "mis" actividades, la ansiedad de hacerme una historia a mi medida, siempre segun ese modo aparentemente bueno e ignorantemente normal que tenemos los humanos de vivir para uno mismo sin más. Y sin embargo, la experiencia de la fe me va enseñando que la historia es mas verdadera y real cuando la comprendemos como ese "Camino Acompañado por el Amigo, Peregrino, que jamas se deja controlar ni manipular por mis ansiedades ni por mis "prisas" egoístas. Porque El desea relacionarse conmigo en la logica del Don, en la logica de soberana Libertad de los que quieren Amar de Verdad. Y cuando el Amor es libre autodonación, no es posible controlar al Amado. Porque el Amor para que sea real ess es "Don de Sí" sin razones, sin manipulaciones egoístas del amigo. Asi es Jesus conmigo. Asi lo fue con sus amigos de Emaus. Asi quiere ser Peregrino y Amigo de todos. Se aparece en mi vida diariamente sin dejarse manipular ni controlar ni poseer por mi. En siempre está. Y su forma de estar es segura, fiel, inequivoca, amorosa, alegre, liberadora, y por lo mismo, como ese Soberano Misterio de Amor.

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    1. Ciertamente, las "prisas" nos la imponemos muchas veces nosotros mismos, creyéndonos dueños del tiempo y de nuestra historia, ignorando sin darnos cuenta que el Protagonista es otro...!Gracias por tu comentario!

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  3. Gracias a ambos....🥰🙏🏻

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