19 de abril de 2020

A los 35 días de mi cuarentena...

Comenzaré diciendo que hacía mucho tiempo que no veía un día tan precioso como el de hoy.  Desde la mañana, nos visitó un sol brillante en un cielo despejado y con una temperatura muy agradable.  Escuché los pajaritos cantar como si estuvieran danzando. Desde mi balcón se podía respirar un aire más limpio cargado de  una dulce fragancia.  Y aunque no es sábado, ¡por supuesto que el desayuno fue en el balcón! Fue un día realmente bonito.  ¡A Dios, gracias!

En la mañana, como todos los domingos, celebrar la misa y luego hacer algunas llamadas, entre ellas a una amiga muy querida, que se encuentra hospitalizada estos días.  Hablar con ella, no tan solo me da mucha alegría, sino que siento que es una manera de extenderle mi abrazo y acercarle un poco del cariño que le tengo.  Me sorprende la fortaleza de ella y de mucha gente, como ella, que en medio de las situaciones límites, experimentan una gran fortaleza y se crecen.  

A veces, la vida es muy compleja.  La sabiduría de Dios es tal que no nos permite darnos cuenta de esto hasta que somos adultos.  Porque si hubiéramos sabido cuán difícil iba a ser todo, seguramente que no hubiésemos tenido el valor para emprender el camino.  Luego, el Señor se encarga de ir revelándonos todo, poco a poco. 

Para poder lograr “conectar” con las personas hay que tener sumo respeto.  Hay que conocer sus angustias, sus preocupaciones, sus sufrimientos.  Conocer qué les roba el sueño, qué les apasiona, qué les hace verdaderamente felices.  Pero, para ayudarles a descubrir quiénes son y para qué están aquí, hay que tener misericordia.  Palabra que hoy tiene particular relieve ya que celebramos el día de la Divina Misericordia.

Y es que una gran parte de la misericordia es simplemente “estar con”, “padecer con”.  Es estar con las personas especialmente en su dolor, en su sufrimiento, en su soledad, en sus miedos o angustias.  Es apoyarlas física o espiritualmente, aunque probablemente es lo único que podamos hacer por ellas.

Son muchísimas las personas que están atravesando momentos muy difíciles y no todos tienen que ver con el coronavirus.  Son personas que llevan mucho tiempo con las espaldas encorvadas de sufrimiento.  Personas a las que ya, se les han secado las lágrimas.  Que tienen tatuado en lo más profundo de su ser, el rostro del dolor.  Muchas veces, las tenemos muy cerca, muchas veces, las conocemos de mucho tiempo, muchas veces ignoramos las duras batallas que van librando. No nos damos cuenta, porque ellas se revisten de una fuerza indescriptible.

La vida es muy compleja.  Nacimiento y muerte, alegría y tristeza, hambre y saciedad, fidelidad y traición, justicia e injusticias ¡y tantos sueños rotos!.  La vida es muy compleja y complicada ciertamente, y no nos gusta complicarnos, más bien, le huimos a eso.  No nos gusta tener más preocupaciones que las propias, y bien que nos inventamos para incluso, huir de las nuestras.

Pero, desgraciada o agraciadamente, hemos sido creados para esta vida compleja.  No hay de otra.  Es de este modo que podemos hacer la diferencia, grande o pequeña, con los dones que hemos recibido.

Recuerdo en este momento, que en una actividad pastoral, las personas fueron invitadas a escribir en un papelito, alguna petición basada en algún sufrimiento o problema que estuvieran atravesando en esos momentos.  Los rostros de las personas, mientras iban depositando el papel en una cesta no reflejaban nada en particular.  Al llegar el momento de dar lectura a los papeles (que no estaban firmados); no podía dar crédito a lo que escuchaba.  

En aquel lugar había un mar de dolor, de frustración, de preocupaciones y sufrimientos que descubrían los verdaderos rostros de aquellas personas que hasta ese momento, habían estado riendo, cantando, tranquila y “felizmente” con otros.  Es increíble lo que algunas personas llevan por dentro.  ¡Cuánto dolor!, ¡Cuánta sufrimiento! ¡Cuánta soledad!

La vida es muy compleja, pero hablar de ello, no es suficiente.  Cada uno de nosotros, estamos llamados a hacer algo.  Es tiempo de mirarnos con honestidad y descubrir nuestras propias cruces, nuestros propios dolores.  Hay que ver cómo nos afectan y cómo afectan a los demás.  Pero también, hay que extender la mano a otras que confrontan complicaciones iguales o mayores que las nuestras y tener misericordia de ellas.

Ayer escribía que Jesús vino a este mundo y no a otro.  Y vino, en expresión de su Divina Misericordia, a ponerse en medio de esta vida compleja, a estar con nosotros, entre nosotros.  Todos vamos llevando “la cruz de cada día”; pero algunos de esos días, somos llamados a cargar la cruz de otra persona; que tal vez, con nuestra ayuda, le demos un respiro, un breve descanso, o sencillamente, le ayudemos a restaurar y fortalecer su fe en el Resucitado.

No nos dejemos engañar por las veces que la vida nos hace creer que los problemas son demasiados y que no podemos hacer la diferencia.  No nos dejemos vencer por el desaliento, por el cansancio.  Ciertamente que nosotros no podemos hacer nada por nosotros mismos.  Pero no estamos solos.  Hay un Dios Padre que en su Infinita y Divina Misericordia nos ha enviado a su Hijo, al Resucitado.  Él nos dará la fuerza y la sabiduría necesarias para cargar nuestras cruces y darnos cuenta de cuántas más podemos ayudar a llevar.

La vida es muy compleja, pero también es cierto que una de las cualidades de nuestra humanidad es hacer muchas veces, complicado, algunas cosas sencillas.  

Una vez leí que todo el misterio de Dios cabía en una sola palabra: “Abbá”, y es cierto.  Pero nosotros necesitamos explicarlo en millones de escritos, de tratados teológicos, de grandes catedrales y concilios ecuménicos.  Y carecemos de esa sencillez milagrosa con la que Dios viste a las flores del campo.

Muchas veces, perdemos la oportunidad de “misericordiarnos” a través de gestos sencillos:  una llamada, un mensaje de texto, una carta, una visita, compartir un café…

La vida es muy compleja, pero nadie puede quitarnos la Esperanza.  Y es compartiéndola con otros que podremos cargar con nuestra cruz y ayudar a cargar la de los demás.  Es hora de romper la ceguera de nuestro egoísmo, alargar la mirada y tener misericordia con el que va caminando encorvado al lado nuestro.

1 comentario:

  1. Si tuviera que elegir una sola palabra de toda la biblia, desde hace muchos años, tengo muy claro cuál sería: ABBÁ.

    Gracias por mantener la sensibilidad en esta compleja vida, Nancy.

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