29 de abril de 2020

A los 45 dias de mi cuarentena...

Hoy, tuve mucho trabajo durante el día (a Dios gracias). Estuve inmersa en informes y consultas telefónicas que llegaron en un momento dado a hacerme sentir muy saturada. Alrededor de las 5:00 de la tarde, cerré la computadora porque necesitaba cambiar de actividad.

Preparé rápidamente unos burritos de carne para la cena porque no me sentía con ánimos de estar mucho rato en la cocina.  Además, tenía que hacer par de llamadas antes de prepararme para una reunión-taller que tendría en la noche con mi comunidad.

En medio de esto, me llamó un buen amigo que me ayudó a distenderme un poco y me hizo sentir aliviada mentalmente del agobio del día. Además, compartimos un poco las preocupaciones que ambos sentimos por la situación que estamos viviendo y en particular por la respuesta, o ausencia de ella, de las agencias gubernamentales en estos momentos tan críticos. Una dosis de buen humor y de cariño, pusieron en pausa la conversación, para retomarla más tarde.

Bueno y llegada la noche, el encuentro con la comunidad.  Nuestras reuniones son siempre para mí motivo de gran alegría.  Además, en cada una de ellas confirmo que la vida es un constante aprendizaje.  Nunca terminamos de aprender de los otros y de nosotros mismos.

Esta noche tocamos un tema muy interesante que provocó en mí sentimientos encontrados.  Por un lado, me doy cuenta de que he sido una persona privilegiada y muy bendecida.  He tenido una buena vida.  Nunca he tenido dinero, ni títulos, ni propiedades, ni habilidades extraordinarias.  No fui nunca una persona sobresaliente en ningún sentido. No soy  físicamente agraciada, no he sobresalido en asuntos importantes; he sido lo que muy comúnmente llamamos “del montón”.  Si me escuchara Jafet, diría que soy una mujer “común”.

A pesar de lo anteriormente dicho, he sido dichosa en muchísimos sentidos.  He vivido lo suficiente como para darme cuenta de lo que es verdaderamente importante en la vida. He recibido el don de la fe, que es lo más valioso que puede tener un ser humano.  He tenido unos padres extraordinarios, unas hermanas muy especiales y tengo la bendición de ser madre.  No conforme con esto, tengo una comunidad que ha sido mi familia extendida y algunos amigos, de esos que están en peligro de extinción.
He tenido una vida como todo el mundo, con algunos logros y también con fracasos.  Con altas y bajas, luces y sombras.  Y esta noche pensaba particularmente en la decepción.

La decepción no es un tema muy popular.  Creo que si fuera escritora, jamás le pondría a un libro, de título, “La decepción” porque no vendería ni un ejemplar.  A la gente no le interesa conocer las decepciones que hemos vivido.  Lo que vende son las biografías de la gente exitosa.  Recuerdo muchos títulos de libros que se han vendido muchísimo: “Los 7 pasos para el éxito en la vida”, “Los 7 pasos para ser más feliz”, “El arte de ser feliz”…etc.

No nos interesa pensar en nuestros fracasos o decepciones y mucho menos interesa a otros conocerlos.  Vivimos en la “cultura del éxito” donde lo importante es, la auto realización exitosa.  El reconocer nuestras decepciones implicaría el reconocer nuestra fragilidad o tal vez nuestras limitaciones.  Y para eso, como para la vejez, no nos prepararon.  Fuimos educados para ascender, para progresar, para ganar.  Pero nos guste o no, la decepción es lo más real que podemos encontrar en cada página del libro de nuestra vida.

Entonces, siendo esta la realidad, es mejor afrontarlo y como todo en la vida, mirarlo con los ojos de la fe y aprovechar el momento para crecernos; no para hundirnos.  Tengo la experiencia de que los momentos más fecundos, espiritualmente hablando, de mi vida, han sido precedidos por momentos de fracaso que me han hecho sentir muy decepcionada.

Nos decepcionamos cuando no logramos cumplir las expectativas que nos habíamos trazado con alguien o con algo.  Puede ser por culpa nuestra o no; pero eso no evita la sensación de tristeza y frustración que experimentamos ante la decepción.  Es una sensación que muchas veces nos paraliza y atrofia nuestros afectos.

Insisto en que nuestro sistema educativo debería incluir en sus materias el tema de manejo de decepción o fracaso.  Posiblemente nunca necesitaremos saber que una línea es una sucesión de puntos en el espacio, o el beneficio de saber lo que es un polígono; pero ciertamente que sería de mucha ayuda conocer cómo lidiar con los fracasos y decepciones, ya que esto sí que será una realidad en nuestra vida.  Sería muy bueno que en los discursos de graduación, invitaran a oradores que hayan pasado por duras experiencias de fracasos, no para inspirar lástima, sino para aprender de cómo superaron el no haber logrado el éxito esperado y cómo supieron manejar la decepción.

Como mujer cristiana, he buscado respuestas a mis decepciones y/o fracasos en la Palabra.  Y en ella hay una enorme cantidad de historias;  comenzando desde el Génesis, cuando Adán y Eva decepcionaron al Señor.  Las expectativas que Él puso en ellos al colocarlos en el Paraíso fueron frustradas.  Y a partir de ahí hay una larguísima lista de hombres y mujeres que experimentaron la decepción y el fracaso.  Hay muchísimos casos y variados.  Desde decepciones políticas, sociales,  hasta la decepción de los discípulos ante la crucifixión de Jesús. Si nos detenemos en los salmos, nos encontramos muchas veces con el llanto decepcionado de un pueblo sufriente.

Pero, como todo en la vida, la decepción también es ocasión de aprendizaje.  Aprendemos a conocer más y mejor nuestra humanidad, nuestra vulnerabilidad.  Aprendemos a ver en quién o en qué cosas debemos poner nuestras expectativas. Porque la decepción es frustrante, dolorosa y como un vulgar virus; puede repetir.  Y repite porque es un gran maestro pero a veces, somos nosotros unos malos estudiantes.  No siempre se aprende de una vez.  La mayor parte de las ocasiones, la historia se repite varias veces, antes de que hayamos aprendido la lección.

Esta noche recordé uno de las mayores decepciones que he experimentado en mi vida y me emocioné hasta las lágrimas al darme cuenta que he tenido que sufrir esta experiencia para poder valorar todas las bendiciones que posteriormente he recibido. El sentirme fracasada en un momento dado de mi vida, me hizo experimentar todo el barro que había que limpiar, la perla que debía descubrir y eventualmente cultivar en mí.

Dentro de este proceso, me di cuenta que como cualquier mujer “común”, no quería pasar por la experiencia del fracaso.  No quería sentir la decepción de Moisés, que luego de tanto caminar y confiar, no pudo entrar a la Tierra Prometida.  No quería sentirme como David que sufrió una terrible decepción de sí mismo luego de haber matado a Urías y corroborar que le había dado la espalda a Dios; mucho menos quería sentir el agobio y decepción de Job.

Mi deseo era el poder vivir una vida “ordinaria” donde pudiera disfrutar de los logros de una manera sencilla.  Nunca me creí la propaganda que ha existido siempre, de que el éxito es para todos y que todos tienen derecho a ser personas triunfantes en la vida; pero sí pensaba que si llevaba una vida más o menos “normal”; no me llevaría grandes decepciones.  Por supuesto que conocer lo equívoco de esta aseveración fue la primer gran decepción. Otra gran equivocación es pensar que somos los únicos que pasamos por esto.  

La mayoría de las personas experimentan muchos más fracasos que éxitos en sus vidas, pero como dije al principio, como la decepción no vende, no es atractiva, pues vemos el internet inundado por historias de grandes éxitos de personas, inundadas de experiencias de fracasos.  Dando así la falsa impresión de que a estas personas todo en la vida les sale perfectamente bien.  Si tuviéramos la valentía de ser auténticos y verdaderos, cuánto bien haríamos a la gente que nos sigue en las redes sociales.  Podríamos ayudar a otros a enfrentar con dignidad y madurez, los pocos o muchos fracasos que van a encontrar en su camino.  ¡Qué diferente sería nuestro perfil en Facebook!

No podemos ni debemos huir de los fracasos.  Ante ellos, debemos aprender, madurar, crecer.  Ante ellos, debemos agradecer la ocasión de no olvidar que somos dependientes, necesitados, limitados, seres “comunes”, no dioses.  Una decepción puede ser muy dolorosa, pero nunca llegará a definirnos. No somos huérfanos.  Tenemos a un Abbá que no se alegra de nuestras decepciones, que no nos la provoca, pero que siempre extiende su mano para levantarnos y darnos un abrazo.  Nuestro fracaso no es lo primero que Dios ve en nosotros cuando nos mira, pero muchas veces somos muy duros con nosotros mismos, y sí es lo primero que vemos en nuestro interior.  Debemos vernos como Él nos ve…con ternura, con misericordia, con amor.

Hoy, fui testigo en la reunión de mi comunidad, de cómo el don de la fe nos da las fuerzas y la sabiduría necesarias para afrontar las decepciones y el fracaso. ¡Qué orgullosa y agradecida me siento por cada uno de mis hermanos!

Quiero en esta noche, antes de irme a descansar, pedirle al Señor que me haga recordar a Pedro, siempre que recuerde mi fracaso.  Él, quien negó a Jesús tres veces; tuvo que haber vivido una decepción asfixiante y muy dolorosa.  Traicionar al Maestro, no una, sino tres veces. Echar por el suelo años de confianza, de comunión, de entrega, de amor. Todo por no querer sufrir.  Sin imaginar que el peor de los sufrimientos, es el experimentar la profunda decepción de haberle fallado al Amor.

Quiero, en esta noche, recordar, no esa honda pena de Pedro, sino la mirada larga y amorosa de Jesús, quien le gritó con ternura: ¡me has decepcionado, pero te amo!

3 comentarios:

  1. En el intento de no decepcionar a los demás podemos entrar en la cobardía de no ser auténticos y verdaderos. Al mantener una relación con otra persona y en especial en el matrimonio se tienen que dar unas cosas que son intrínsecas a esa relación, si no entonces no es real el compromiso. A veces se proyecta una vida en las redes sociales de momentos ideales a los que nos queremos aferrar y que nos brindan la oportunidad de tener esperanza. Son como intentos para mantener la ilusiòn y no la decepciòn. De una cosa estoy segura y es de todos los esfuerzos realizados para que la decepción no sea el final. Las decisiones que tomemos serán iluminadas y acogidas por el que siempre está y no se aparta de nuestro camino de fe. Una vez más GRACIAS.

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  3. Las experiencias de decepción cietamente nos han ido purificando y liberando de todo aquel apego que nos hizo creer ser propietarios del amor y la felicidad. Pero el Amor y la Felicidad plenas no son ni seran nunca una conquista. La decepción iluminada por el Amor de Jesus, es como ese parto necesario para nacer a la verdadera Vida. Esa que es Vida porque esta sostenida por el libérrimo Don de amar. Y ese es Dios mismo en nosotros.

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