1 de abril de 2020

Día 17 de la cuarentena...

Me levanto cerca de las 9:30 de la mañana.  Un nuevo día, una nueva oportunidad para muchas cosas.  Como hago diariamente, le doy gracias a Dios por la vida y por todo lo que tengo, porque todo es don.  Y también le agradezco todo lo que me falta porque no me permite olvidar mi pequeñez y mi necesidad del Otro y de los otros.

Agradezco el poder abrir los ojos, levantarme y saborear una taza bien cargadita de café.  Nunca me ha gustado el café “bibí” donde abunda la leche. Siempre el café, cargado y el azúcar abundante.

Luego de un ratito de oración, reviso el correo y respondo algunos mensajes. Me detengo a leer el último informe del Departamento de Salud con los datos más recientes.  No puedo decir que me resulta indiferente porque no es así.  Las estadísticas están muy lejos de ser alentadoras y más bien abonan mis temores y me acercan dolorosamente al sufrimiento de mucha gente.  

No pude evitar pensar en tantas personas que se encuentran viviendo estos momentos, solos.  Que quizás llevan el peso de otras pandemias tan letales como el coronavirus.  Personas que tal vez, no tengan con quien compartir sus tristezas, sus miedos, sus dificultades, en fin, su vida. Ya son 17 días de un confinamiento tan necesario como fuerte; que se vuelven para éstos, exponencialmente difíciles como el virus.

Queriendo liberarme de la opresión que me iba subiendo por la garganta, retomé el libro y me ensordecí en medio de sus hojas.  La lectura que estoy haciendo estos días es de un excelente libro que tiene la capacidad de exiliarme de la realidad de una manera asombrosa.  Es un buen libro de un excelente autor.  Pero, finalmente; pudo más el corazón que la razón…

Me olvidé totalmente del cómodo ambiente en que estaba, cerré el libro, interrumpí mi plácido día y puse en práctica ese tan raro y ordinario acto que llamamos “escuchar”.  Sí, esa es la palabra de hoy:  ESCUCHAR.

Saber escuchar no es una actitud fácil, porque exige mucho de uno mismo; apertura, comprensión y una gran dosis de empatía. Requiere renunciar de nosotros mismos para ofrecer una auténtica y gratuita atención al otro.

El que nos habla tiene necesidad de contar, de confiar.  A todo el mundo le encanta ser escuchado.  Hay muchísimas personas que sienten que nadie les escucha y por ende, nadie les entiende y por consecuencia no se sienten amados.

En muchas ocasiones nos acercamos a los demás con una actitud un poco egoísta.  Queremos ser escuchados, atendidos, valorados; pero no estamos dispuestos a acallar nuestras voces para dar paso a la escucha.  Saber escuchar al otro es más que oír voces; es fecundar palabras, arropar el corazón del que nos habla.  Es volcarse en lo que el otro te quiere decir, dejar que se exprese, ponernos en su lugar, no ponernos a analizar ni mucho menos juzgar.

No son pocas las ocasiones en que somos testigos de la misma escena:  un restaurante bonito, una música agradable, y dos personas reunidas alrededor de una mesa, a poca distancia uno del otro.  De pronto, uno de los dos, comienza a hablar, no solo con la boca, sino también con las manos, con los ojos, en una desenfrenada búsqueda de llamar la atención del otro. 

Todavía no he entendido cómo es posible que en medio de dos personas pueda tenerse un teléfono en la mano.  Es una actitud completamente egoísta e irrespetuosa.  No es posible que pueda escuchar al otro si mi atención está desviada a otro lugar.  Si mientras tengo una persona conmigo, de frente, puedo estar comunicándome con otra a la distancia; si prefiero responder algún mensaje o sencillamente “conversar” cibernética y simultáneamente con otro; significa sencillamente que no valoro al que está conmigo, no le respeto, no me interesa ofrecerle mi atención porque ya la he comprometido con otra persona y es imposible escuchar con el corazón a dos personas a la vez.  Y tocará privilegiar, tocará optar y tocará excluir…

La gente necesita ser escuchada, no interrogada, ni mucho menos señalada.  Necesitan que nos acerquemos con dulzura, con genuino interés de su persona y de su historia.  Al escuchar, le decimos al otro que es importante para nosotros y eso abre los canales de la confianza.

Nuestros sentimientos afectan, en diferentes grados, nuestra capacidad de escuchar y a veces nos producen sordera que bloquea la comunicación.  Escuchar significa estar ahí, percibir lo que el otro dice, lo que no dice, y lo que quiere decir.  No es oír, que para eso solo necesitamos los oídos, sino:  prestar atención desde el corazón, acoger al otro con sensibilidad, con respeto, con amor.

Tomé el teléfono, marqué un número y comencé a escuchar, con el corazón.  Y tal vez, la persona que llamé se sintió contenta, con mi llamada.  Pero yo me sentí increíblemente feliz y agradecida.  Una vez más, en medio de la cotidianidad, de lo ordinario, emerge la maravilla de la novedad, la sorpresa, la presencia de Jesús.  Un Jesús, herido, dolido, sufriente, solo.  Un Jesús que necesitaba ser escuchado, acogido, comprendido, acompañado.   

Al escuchar, me sentí conmovida.  Pude experimentar ternura, sencillez, dolor, incertidumbres, soledad. A través de las palabras, sentía sus pulsasiones y su hambre de un abrazo.  Al escuchar, me sentí fortalecida, humana, hermanada...Una conversación transformada en oración.

Al colgar el teléfono comprendí que ahí terminaba la comunicación y ahí empezaba todo también. De fondo, había mucho camino recorrido, una fe compartida, una convicción del valor de la persona, una Voz que intercedía para que pudiéramos experimentar la cercanía, en el lenguaje del Amor.

“Te bendigo, Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos 
y se las has revelado a la gente sencilla”. (Lc 10,21).  

“Te doy gracias, porque siempre me escuchas”. (Jn 11,42)

3 comentarios:

  1. Wao...Sin palabras me dejaste. Que bonito mensaje y que cierto es. Gracias por esa hermosa reflexión, necesitamos callar nuestra mente y corazón para aprender a escuchar. A veces no sabemos que con tan poco hacemos tanto. Dios te bendiga hermanita. Tqm.

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