8 de mayo de 2020

A los 54 días de mi cuarentena...

Viernes, fin de una nueva semana en cuarentena.  Día de recapitular muchas cosas, de querer terminar tareas pendientes e intentar esbozar un “plan” para el fin de semana.  

Temprano en la mañana, una llamada telefónica fue la que me despertó literalmente.  No era tan temprano, pero sí para mí que tengo mi horario invertido.   Era una llamada importante, donde necesitaba estar bien despierta porque implicaba compromisos a corto y a largo plazo.  Por suerte, pude despejarme bastante rápido del sueño y responder con claridad mental lo que me estaban consultando. Comencé la llamada aun en la cama y al terminar ya estaba terminando de tomarme un café en el balcón.

Luego, tuve una reunión vía Zoom a media mañana, que terminó como todas las reuniones, con una lista de nuevas tareas.  Algunas de ellas a ser calendarizadas y otras que hay que comenzar a trabajarlas de inmediato. (Ya queda anulado el plan para el fin de semana.)  En la tarde, preparación de materiales y conversaciones telefónicas, que por cierto, hoy, fueron extensas, todas. 

Ya en la noche, disfruté extasiada, de la luna, que ha estado espectacularmente hermosa durante toda la semana.  Recordaba cómo la había redescubierto hace tres años, tras el paso del huracán María.  Cuando se ausentó la energía eléctrica, se descorrieron los velos del cielo para sorprendernos con aquella hermosa luna y aquel manto de estrellas que nos regalaron noche a noche claridad y belleza.  Era como si hubiese mirado el cielo por primera vez.  Fue ahí, cuando caí en la cuenta de cómo las prisas y la rutina me habían privado de atestiguar esta maravilla.  Algo tan hermoso y gratuito y yo, sencillamente, ignorándolo.  Desde entonces, procuro siempre alargar la mirada y dejarme seducir por la belleza que siempre esconde la noche.

Traje a mi corazón muchas de las palabras que compartí durante el día. Muchas de ellas expresan sentimientos encontrados.  Nos encontramos protagonizando una historia que nos parece inverosímil, surrealista y en momentos, hasta cruel.  Cada día nos levantamos con la esperanza de escuchar la noticia de que ha terminado la grabación de esta película y que volveremos a retomar nuestra identidad y olvidarnos del papel que nos ha tocado interpretar durante la cuarentena.  

En ocasiones, tememos que podamos sufrir del síndrome “La cabaña”; que consiste en tener reservas para regresar a la normalidad por temor a lo que podamos estar expuestos. Por ende, preferimos, quedarnos en la casa, continuar con la cuarentena.  Nos sentimos más seguros en casa, aislados y con cierta garantía de que no nos pasará nada.

Experimentamos una montaña rusa emocional que amenaza con quebrar nuestro espíritu.  Hay días que, desde que abro los ojos, siento una gran fuerza interior que me impulsa a realizar todas y cada una de las cosas que tengo que hacer durante el día, de una manera sosegada, contenta y en paz. Otras veces, me tengo que violentar, hacer fuerzas para abandonar la cama y arrastrando los pies, hacer lo que toca hacer. 

Sea de una manera u otra, no tengo la menor duda que ha sido Dios quien me ha insuflado su Espíritu para capacitarme y sostenerme. Yo no podría por mí misma, jamás, sobrellevar esto.  Esta realidad es una de las cosas que le pido al Señor, me deje estar siempre consciente.

Considero que ser consciente es un don de la vida espiritual. La mayor parte del tiempo tenemos consciencia en retrospectiva.  Miramos hacia atrás, hacia alguna experiencia que hayamos vivido en el pasado, y solemos decir: “ah, ahora entiendo porque me pasó tal o cual cosa”.  Esto es tener consciencia en retrospectiva.  

Y siento que Dios quiere darme consciencia ahora, en mi presente.  Que esté plenamente consciente de cada bocanada de aire que respiro, de cada lágrima que lloro, de cada sonrisa que esbozo, de cada palabra que escribo.  Ser consciente para poder encontrarlo en la cotidianidad de mi vida, en las cosas sencillas, al prepararme un café o al mirar la luna.  Dios se vale y muchas veces así lo prefiere, de las cosas más simples para mostrarnos su Rostro.  ¿Habrá algo más sencillo que un niño en un pesebre?  

El tener consciencia en mi presente, es reconocer que Dios está en el aire que respiro, en las personas que quiero y me quieren, en la energía que me hace trabajar.  Es mirar esta experiencia con los ojos de la fe; donde cada noche oscura, cada sufrimiento y cada dolor, ha testimoniado, cómo su fidelidad me ha sostenido.  Una vez más, le pido al Señor, me conceda el don de ser consciente que soy una mujer bendecida, a la que ha cuidado con infinita ternura.  

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