18 de mayo de 2020

A los 64 dias de mi cuarentena...

Hoy lunes, inició una nueva semana de cuarentena…

Un día de trabajo desde la casa, un rato de lectura y varias llamadas telefónicas.  Encuentros del corazón.  Algunos a los que llamo “encuentros de mantenimiento”; que son esas llamadas “obligadas”, no porque representan un peso, sino, una necesidad, porque necesitamos escucharnos, independientemente tengamos algo nuevo que contar o no.  Son esas llamadas que necesitamos hacer o recibir para saber cómo está el otro, y que sepa cómo estamos nosotros.  Son esas llamadas, encuentros de mantenimiento, las responsables de mantener encendido el corazón.  

Luego están las otras llamadas, los otros tipos de encuentros.  Esos a los que llamo, los “afectivos.”  Son las llamadas que recibimos como signo de solidaridad, de cercanía, de personas que se preocupan por nosotros, se ponen a nuestra disposición, nos ofrecen apoyo, nos expresan cariño o igual somos nosotros los que generamos estas llamadas, estos encuentros “afectivos”.

Y hay un tercer tipo de llamadas, otro tipo de encuentro.  Es el que llamo, el “sorpresivo”.  Estas son las llamadas que no esperamos, que ni siquiera imaginamos íbamos a recibir o que tendríamos que hacer.  Responden a un hecho en concreto. Estos encuentros no se tienen porque sí.  Son provocados por una necesidad particular.  Y en la mayoría de las veces, tienen un cierto carácter de urgencia.

Este tercer tipo de encuentro es el que puede marcar la diferencia entre un día “normal” a uno “espectacular” o “desastroso”.  En cualquier caso, nos coloca frente a lo desconocido, no hay lugar para ensayos, ni preparación previa.  Requiere, de la persona que recibe esta llamada, paciencia, empatía, creatividad, agilidad mental y espiritual.  Porque cuando una persona decide llamar a alguien, en medio de una crisis de cualquier tipo, es porque está convencida de que la persona a quien llama es la que puede darle respuesta a su necesidad.  

Y ahí, me encontré yo en el día de hoy.  Uno de los encuentros que tuve, fue uno de los “sorpresivos”.  Y ciertamente, que lo fue en todo el sentido de la palabra.  Se me hacía increíble escuchar a una compañera de universidad a quien no he visto desde hace más de veinte años.  Inclusive, lo único que sabía de ella era que vivía fuera de Puerto Rico con su familia. Y esto lo supe hace muchísimos años, y lo supe por un comentario que hizo una persona en las redes sociales.

Al principio, la sorpresa, la alegría del encuentro.  Inmediatamente, la preocupación, las dudas.  ¿Por qué esta llamada? ¿Cómo supo mi teléfono? ¿Por qué se acordó de mí ahora? …y muchísimas preguntas más que iban rondándome la cabeza en medio de los saludos protocolares.

El siguiente momento, fue tal vez más sorpresivo que el primero.  Siempre ha sabido de mí por medio de otros amigos en común.  Si bien es cierto que nunca me había llamado, siempre ha tenido mis datos.  No se había acercado nunca, por la distancias, por las preocupaciones, obligaciones, por el olvido, por la dejadez.  Pero, nunca olvidó a esa amiga y compañera con quien compartió muchas horas de estudio, lágrimas, esfuerzos, ilusiones y proyectos de vida.  Y esa soy yo.  (así me lo expresó ella).

No ha regresado a la isla todavía.  Tan pronto pase la crisis de la pandemia, quiere regresar.  Necesita volver a casa, a sus raíces, a retomar la identidad que lastimosamente ha perdido.  Me cuenta que tiene una gran familia.  Esposo, tres hijos, y dos nietos.  Una grandísima y hermosa casa en un lugar privilegiado.  Luego de una carrera exitosa, en el mundo de las finanzas, decidió quedarse en casa.  Está sola con su esposo, sus hijos ya están casados y todos muy bien.  Según me iba contando “su historia”, me parecía que la había sacado de una novela de esas que siempre tienen un final feliz.

Pero no, a estas alturas de la conversación, ya me entero de la razón de esta “aparición”.  Mi amiga lleva padeciendo maltrato sicológico de parte de su esposo por muchísimos años. Ha vivido momentos muy difíciles, tristes, duros.  Y los ha afrontado sola.  Sus hijos están ajenos a la agonía que experimenta su madre, sus padres fallecieron y ella fue hija única. 

Y, ¿por qué me cuenta todo esto? ¿por qué se acuerda de mí después de tantos años? ¿sabrá ella que no estoy casada? ¿conocerá cómo ha sido mi vida, cómo la vivo?  Y lo más importante, ¿sabrá ella que estudié Administración de Empresas? ¿que no tengo ningún crédito en sicología o trabajo social? 

Pues sí, sí que lo sabe. Pero a pesar de ello, me llama y lo hace porque necesita ser escuchada, necesita a alguien que no la va a juzgar, que no la va a cuestionar, que va a respetar su sagrario; porque así fue siempre entre nosotras dos, cuando todavía soñábamos con un futuro hermoso y perfecto.

Es muy lamentable ver cómo hay personas que sufren inútilmente por estar enganchados a cosas o a personas que le quitan las fuerzas o las ganas de vivir. Personas que demoran mucho en comprender que el bienestar emocional depende mucho de descubrir aquellas cosas que nos dañan, y desapegarnos de ellas. 

Cuando hablo de desapego, no me refiero a “no estar vinculado a,”  “necesitado de”, no se trata de anular las relaciones personales con otros.  Se trata de sentirnos sicológicamente más libres.  Desapegarnos es, no darle el control a alguien que quiera robar la esencia de mi vida, que no me valore o respete.  El desapego no es una palabra negativa, que resta.  Todo lo contrario.

Desapegarse es vivir y disfrutar de la vida, conscientes de que todo es transitorio y desarrollar un estilo de vida que no se fundamente en la dependencia emocional de personas o cosas.  Esto implica que no necesitamos crearnos una falsa identidad para sentirnos realizados plenamente como personas. Me interesan las personas, pero no me destruyo por querer vincularme a ellas.  En el desapego, podemos sufrir pérdidas, pero seguimos adelante.  

Bueno, esto es parte de lo que conversé con mi amiga porque parece ser que está atrapada en un círculo vicioso porque está apegada.  No sé si estoy en lo correcto, no soy sicóloga ni mucho menos.  Es sencillamente lo que pienso.  Pero, en realidad, de toda nuestra conversación, lo verdaderamente importante (y lo único que puede ayudarle) fue compartirle lo siguiente:

La paradoja de todo esto es, que para poder desapegarnos de personas o cosas, hay que estar apegados a Alguien que es la única garantía para poder recuperar la libertad, una sana auto estima, y nuestra dignidad.  Sólo en la persona de Jesús he podido vivir vinculada, pero no apegada, en comunión, no en sumisión, en actitud de servicio, pero no humillada.  

Solo con la fuerza que he encontrado en Él y en Su Palabra he podido vivir desapegada de todo lo que es pasajero en mi vida, solo fuerte y firmemente apegada a Él.

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