21 de mayo de 2020

A los 67 días de mi cuarentena...

Ya es jueves..preámbulo del fin de semana.  Día de discernimientos y novedades.

Durante la mañana estuve trabajando y en la tarde, escuchando el mensaje de la gobernadora donde anunciaba una nueva fase del protocolo que asumimos, desde hace más de dos meses.

Entre otras cosas, se anunció que la Iglesia podrá reabrir sus templos a partir del martes 26, pero solo en días sábado y domingo.  Claro está, siguiendo las estrictas medidas salubristas y bajo el protocolo que establezca cada denominación religiosa, cada pastor, obispo, etc.

Escuché esta tarde las reacciones de algunos líderes religiosos de Iglesias hermanas.  Uno de ellos expresó que debido a que el gobierno autorizó la asistencia no mayor de un 25% de capacidad de personas dentro del templo, ellos optarán por reunir a la gente en el estacionamiento, así las personas, se mantendrán dentro de sus carros, mientras verán proyectado en pantallas gigantes el culto, y simultáneamente lo transmitirán por emisoras radiales.

Bien por ellos.  Los católicos no la tenemos tan fácil, porque precisamente los elementos que ha utilizado el COVID 19 para distanciarnos, son los mismos signos de los que nuestra Iglesia se sirve para unirnos.  La cercanía, el abrazo, el encuentro entre los hermanos, la fraternidad, la comunidad, los sacramentos…

Porque a los de Emaús les ardió el corazón cuando escucharon a Jesús hablarles de las Escrituras, pero aquel encuentro les hizo entender que es al partir el Pan que se encontrarían con el Resucitado.  Por lo que no es solo el corazón lo que tiene que arder.  

Y en nuestro pueblo hay hambre, deseos de la Eucaristía, a pesar de que muchas veces se ve opacada por otros deseos superfluos.  Aunque andemos medio desganados o aparentemente satisfechos, ciertamente hay hambre. No sería mala idea ponerle nombre a nuestra saciedad satisfecha, para mantener despierto el hambre del verdadero Pan.

Necesitamos compartir la mesa, símbolo de la comunión, de la inclusión, del banquete fraterno.  Es alrededor de la mesa que nos reconocemos hermanos.  Lugar donde se tejen vínculos de fraternidad, de solidaridad, de amor.

Además, es la mesa, lugar del desprendimiento.  Colocamos sobre ella nuestras inquietudes, nuestros sufrimientos, preocupaciones, problemas.  Llevamos ahí también los frutos del camino que vamos haciendo; nuestra propia vida.  Y somos testigos de la entrega total y plena de Jesús por cada uno de nosotros.

La Eucaristía es momento de recordar, de traer a la mente y al corazón, esa hermosa historia de salvación que nos ha precedido y marcado.  Celebrar nuevamente la gratuidad, el amor oblativo que se hace presente siempre sobre la Mesa.

Luego, alrededor de esa bendita Mesa, se imparte la bendición, que sabemos que significa “bien decir”; “hacer, desear al otro,el bien”.  La Eucaristía nos da la ocasión de recibir las fuerzas para vivir en clave de bendición para los demás.  Descubrimos en la vida de los otros, la alegría que experimentó Jesús al sentir la afinidad con su Padre.

Los católicos no la tenemos fácil, porque hemos descubierto un gran Tesoro, escondido en elementos sencillos, nada fastuosos, accesibles a todos; pero que ninguna onda radial puede transmitir, ni ninguna pantalla capturar.  

Hemos comprendido el valor del maná del cielo, y no podemos renunciar a ello. Necesitamos ponernos alrededor de la Mesa, a recordar, a entregar, a recibir, a comulgar y a bendecir.

“Al vencedor le daré un maná escondido”.  (Ap. 2,17)

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