13 de mayo de 2020

A los 59 días de mi cuarentena...

Esta mañana, la llamada de mi madre me despertó bien temprano. Está muy preocupada por su situación de salud, algo que compartimos toda la familia.  Ella, al igual que muchísimos pacientes de cáncer en el mundo entero; experimenta el desasosiego y la incertidumbre que viven, como consecuencias de la pandemia. Al estar las oficinas médicas cerradas, su tratamiento se ha visto interrumpido y como es natural, la salud lo reciente.  Además, es de todos sabido, que esta es una terrible enfermedad que mientras el mundo se ha detenido, ella ha continuado a gigantescos pasos.

No es fácil aceptar la decadencia y las enfermedades que nos trae el envejecimiento, mucho menos cuando lo afrontan nuestros seres queridos.  Lo he dicho muchísimas veces y lo repetiré siempre: no nos educaron para envejecer.  No nos proveyeron ningún libro ni manual de instrucciones para saber cómo manejar la caducidad de la vida.

Si bien es cierto que el Evangelio nos dice que Jesús no nos salvó por sus fuerzas, sino por su desprendimiento y entrega; no es menos cierto que cuando enfrentamos la etapa de decrecer, nos trastoca las fibras más profundas de nuestro ser.  Y tambaleamos.

Es difícil darnos cuenta cómo la vejez va sustrayendo poco a poco a las personas de sí mismas y las va orillando hasta el final de la meta.  En el trayecto,  pretende robarse la alegría, la ilusión y las motivaciones que han estado acompañándolos a lo largo de la vida. La memoria va volviéndose más terca y el caminar, más pausado; lo que provoca que las cosas que se hacían rápidamente, ahora les tome el doble de tiempo el poderlas realizar. 

Se va escapando la paciencia, máxime cuando además, se sufre una enfermedad.  Ya no se siente dominio sobre el tiempo ni la confianza en la capacidad de esperar. Sienten que el mundo gira con una rapidez, que el desgaste físico y emocional, les impide alcanzar.

Esto y muchísimas cosas más, se van conociendo y enfrentando sin previo aviso en la vida de cada persona al llegar a la vejez.  Y cuando llega la etapa del decrecer, se comienza a entender, de manera existencial. Entonces se abren dos caminos: aferrarnos a lo que se tenía o era, o dejarle a Él, el volante y el GPS, confiando en que estas “pérdidas” pueden ser ocasión de ganancia, aunque de momento no se tenga nada claro.

Veo en mis padres, que le han dado la bienvenida a esta etapa de sus vidas de una manera muy valiente.  Ambos tienen hace mucho tiempo ya, todos los síntomas de la vejez;  pasos pausados, olvidos, memoria selectiva, dificultad para comprender algunas cosas y la lógica de otras y sobre todo, faltos de paciencia.  Pero, la generosidad que han repartido por tantísimos años, no ha mermado, porque no han olvidado lo que se logra con compartir nuestros dos peces y cinco panes.

Su genuina preocupación por el bienestar de los demás, sigue intacta.  Recuerdan lo de amar al otro como a ti mismo…su incondicional y gratuito amor sigue emanando con fuerzas porque aún beben de la Fuente de la Vida.

A pesar de la enfermedad y de las disminuciones que experimentan en su cuerpo, no han dejado de creer y de cultivar su fe. 

Creo que en ellos se cumple plenamente lo dicho por Jesús:  “Vengan a mí todos los que estén cansados y agobiados, y yo les daré descanso; tomen sobre ustedes mi yugo”.  Porque se podría uno preguntar, ¿cómo Jesús nos invita a ir donde Él al sentirnos cansados y agobiados y por otro lado, nos habla de ponernos un yugo?  

Al pensar en esta imagen me doy cuenta que el yugo en sí no alivia, pero sí el saberse caminando con el otro al lado, compartiendo lo que se va viviendo bueno y malo, alegrías y tristezas, salud y enfermedad. Y así han sido mis padres siempre, por 64 años, se han tenido el uno al otro… 

Esta es la arriesgada propuesta del Evangelio, de abandonarnos a Él, y darnos cuenta que la carga no la llevamos nosotros, la va cargando Él.

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