22 de mayo de 2020

A los 68 días de mi cuarentena...

Llegó el viernes y con él, el inicio del fin de semana…

Hoy sí que fue un día super caluroso y húmedo.  Una mañana bastante pesada, debido a que anoche sí que dormí muy poco…terminé mi día a las tres de la madrugada de hoy y ya a las ocho estaba en pie.  Más dormida que despierta, pero a trabajar tempranito.  No me place hacer esto, ni es costumbre.  Pero, se trata de un asunto puntual, particular, que no podía postergarse.  Se está preparando un documental, hay que escribir, buscar fotos, redactar, en fin…hay que trabajar.  ¡Gracias a Dios, todo terminado (eso creo) misión cumplida!

Vivo frente a una de las vías principales de este país y el tráfico hoy estuvo como hacía sesenta días que no veía, congestionado, la carretera abarrotada de carros, bocinazos, en fin; pareciera que terminó la cuarentena (y a mí nadie me lo dijo).

Estuve encerrada en mi habitación, prácticamente todo el día para poder trabajar, por el ruido y por el calor.  Era imposible hacer nada en medio de tanto alboroto y con las temperaturas tan elevadas como tuvimos durante todo el día.  (dicho sea de paso, hace ya muchísimo rato que sonó la tan puntual alarma del toque de queda).   Pero afuera, la gente continúa en la calle.  Insisto, ¡se acabó la cuarentena y a mí, nadie me lo dijo!

Esta tarde, en la misa, nos ofreció una reflexión, el P. Luis Enrique, sobre el Evangelio de San Juan y sobre el tema de la alegría.  Me parece curioso que un signo tan evidente, tan humano y tan presente en toda la Biblia, y toda nuestra historia; se nos anuncia hoy día como algo novedoso o recién descubierto.  Suele pasar con todas las cosas que tienen matices positivos.

No olvidamos nunca lo que nos hizo llorar, sufrir o aquello que puso en evidencia nuestra vulnerabilidad.  Las veces que nos equivocamos, las veces que nos hirieron u ofendieron.  Difícil que lo olvidemos. Sin embargo, aquello que nos hizo reír o causó alegría, se nos olvida muy fácilmente.

Suele pasar que las parejas que alguna vez estuvieron juntas por muchos años, recuerden vívidamente los momentos tristes o dolorosos y olviden por completo, aquellos donde experimentaron la alegría.

Cuando recordamos la famosa parábola del tesoro escondido, recordamos todos los detalles.  Que el reino de los cielos se parece a, que el hombre halla un tesoro, que lo esconde, que vende todo para comprar aquel campo, etc.  Pero olvidamos la parte de la parábola que dice que el hombre estaba gozoso.  

Repetimos mucho, entre broma y serio el salmo:  “que mi lengua se pegue al paladar, si de ti no me acuerdo”…pero no recordamos el final:  “si no considero a Jerusalén, como mi máxima alegría”.

¿Y quién no recuerda al que se le pierde las cien ovejas? Cualquiera puede recitar esta parábola de memoria. La gran cantidad de imágenes, de cuadros, de estampas donde vemos al pastor, vemos las cien ovejas, nos fijamos en una allá perdida, pero no nos detenemos a fijarnos en la enorme sonrisa que debió esbozar el pastor.  

No son inventos míos.  Muy bien que dice: “y cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros”.  Y luego, cuando llega a la casa le dice a los amigos y a los vecinos que se alegren con él porque ha hallado la oveja que se le había perdido.  Pero de esta última parte, también nos olvidamos.

Imagino que a este punto, habrán recordado de la alegría que experimentó la mujer que encuentra una de las diez dracmas que había perdido.  Y que igual que el pastor, cuando la encuentra, convoca a sus amigas y vecinas y les dice: “Alégrense conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido”.

De la parábola del Hijo Pródigo (la del Padre Misericordioso) ni hablar.  Esa sí que es harto conocida por todos.  Y hemos sometido a mil juicios al chiquito y al grande de la casa.  He escuchado miles de reflexiones sobre esta parábola tan rica y maravillosa.  Sin embargo, nunca nadie repara en ese final que dice: “pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse…”

Este mes de mayo, mes de María; hemos escuchado algunas reflexiones en donde recordamos aquel inolvidable: “Alégrate, llena de gracia”.

La alegría ha sido deseada, buscada y hasta suplicada por todos.  Es una constante en la vida del cristiano, en nuestra vida.  No debe considerarse como un premio, como un bien ganado, como un obejtivo o meta. Es un estilo de vida que responde a la convicción de nuestra identidad más profunda.  Porque me siento amada, acompañada, consolada, bendecida, lógicamente, experimento Alegría.   Como bien nos recordaba hoy Luis Enrique, no pueden haber cristianos tristes, imposible.

Pero, llevamos más de veinte siglos de escuchar la Palabra, contando las parábolas y seguimos poniendo el acento en los sacrificios, en lo que se tiene que renunciar, abstenerse, y queriendo golpearse el pecho y decir:  “Perdona tu pueblo, Señor” o tal vez el irreverente: “No estés por siempre enojado”. Y en cambio, la alegría se nos está disecando en algún rincón del corazón…  

Menos mal que ha llegado Francisco y nos habla de “La Alegría del Evangelio” (Evangelli Gaudium), de la Alegría del Amor, (Amoris Laetitia)…

A lo mejor, necesitamos leer con mucho más detenimiento los relatos pascuales y sentirnos invitados e interpelados cuando oímos:  “Alégrense”.

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