11 de mayo de 2020

A los 57 dias de mi cuarentena...

Lunes, comienzo de una nueva semana.  Siete días más de oportunidades para vivir este tiempo de cuarentena con honestos deseos de cultivar la paciencia.  Pienso que estos días son perfectos para ensayar este valor tan poco practicado en nuestras cotidianas prisas.

Me tocó participar esta tarde de una reunión por la “archi famosa” plataforma de Zoom.  Este medio permite realizar una reunión por un espacio de 40 a 45 minutos aproximadamente de forma gratuita.  Pero, se puede pagar por un mayor tiempo.  Este fue el caso de la reunión de la cual participé, ya que duró nada más y nada menos de dos horas y media.  

Ciertamente, es la reunión virtual más larga en la que he participado.  Éramos solamente cuatro personas y confieso que experimenté un alto grado de ansiedad.  Tuve que hacerme fuerza y crear consciencia del contexto histórico que estamos viviendo y recordar las palabras que he escuchado esta tarde, en boca de una gran periodista de nuestro país: “el mundo cambió, ya nada será igual que antes”…

El estilo, las formas, los modos de encontrarnos, de comunicarnos, están respondiendo a la realidad que estamos viviendo.  He estado reunida no por 2 ni 3 horas, sino durante todo un día, pero, alrededor de una mesa.  Donde hay intercambio de miradas, donde nuestras manos van exteriorizando nuestros ecos; donde el lenguaje corporal va hilando la conversación.  Donde se va compartiendo el café, los quesitos, la preocupación y las buenas noticias.

Frente a una pantalla, me encuentro mirando unas imágenes que tienen movimiento, pero no tienen vida.  Rostros estáticos, tensos, con objetivos a cumplir en un tiempo determinado.  Dependientes de un servidor de internet, que tenga todos los “G” posibles.  Buscando silenciar nuestro mundo alrededor para que no interfiera con nuestras voces mecánicas.  Encima, con una limitación mayor para los que utilizamos espejuelos, ya que el brillo, la luz de la pantalla va coqueteando constantemente con nuestros lentes, desfigurando la posible expresión de la mirada.

Se me hace bastante difícil sentir entusiasmo, pero, entiendo que no se trata de cómo me sienta, sino de lo que hay que hacer.  Y esta tarde, supe que lo que me restaba hacer era sencillamente recurrir a las reservas de paciencia.  Solo con ella, lograría resistir esta reunión longeva.

Recordé que al inicio de esta cuarentena, una de las cosas que comencé a practicar fue la confección de algunos platillos, entre ellos, bizcochos, galletas.  La cocina me ha parecido fascinante desde siempre.  Lo he dicho ya varias veces que es para mí, una gran terapia.  Pero en realidad, durante el año, es una de las aficiones menos practicadas por mí.  Siempre había pensado que no preparaba ciertas recetas,  más a menudo, por falta de tiempo.  Pero en realidad, es por falta de paciencia.

Tuve la oportunidad de tenerlo muy claro, cuando preparaba una receta de pan.  Acostumbrada a la inmediatez de las cosas, me parecía desesperante el proceso.  Me sucedió una cosa muy curiosa ese día.  Encontré un papelito escrito a puño y letra;  no sé cuánto tiempo hace que lo tengo guardado, ní sé quién es el autor.  Sé que debe haber sido hace muchísimos años por lo gastado y amarillo del papel.  El papelito tiene escrito lo siguiente:  “Hay que echar muy poca levadura porque, aunque sea tan pequeña, tiene mucha fuerza y pueda ella sola con toda la masa.  Pero hay que tener mucha paciencia, y no empeñarse en que crezca la masa enseguida, porque lo hace a su manera y no a la nuestra…”

Experimenté una paz y una satisfacción grandísima mientras hundía mis manos con cierta torpeza en la masa.  Mientras se me iba pegando aquella masa en los dedos, debía añadirle un poco de levadura, solo un poquito.  Luego taparla con un pañito y dejarla reposar.  Y ahí, es el momento de la gran prueba.  ¡Esperar! Esperar y no desesperar como la primera vez que hice pan e iba levantando el pañito, cada 10 minutos para confirmar que aquella masa estaba creciendo.

A la levadura hay que darle tiempo (¿o paciencia?) para que haga su trabajo, hay que confiar en la fuerza secreta que hay dentro de ella, capaz de levantar la masa, aunque nos parezca imposible.

A veces, queremos ver resultados rápidos, de los proyectos que emprendemos.  Necesitamos estar constantemente levantando el pañito para ver cómo va avanzando su ejecución.  Nos desesperamos por ver realizado todos nuestros objetivos y creemos que el crecimiento de la masa, dependerá de nuestras manos; olvidándonos del secreto de la levadura.  

El recordar la frase del papelito me ayudó mucho a sobrellevar mi reunión de esta tarde.  Me sentía muy cansada y hastiada por lo extenso de la reunión; pero me di cuenta que estuvimos amasando la masa.  Al final, añadimos la levadura y la tapamos con un pañito.  Esta noche ha quedado guardada; y en el silencio de la noche, mientras descansemos, la masa crecerá desde el fondo y rebasará los bordes del plato.  En un futuro, que hoy ni imagino la fecha, alguien en algún lugar del mundo, partirá y compartirá un delicioso pan.  

“Hay que echar muy poca levadura porque, aunque sea tan pequeña, tiene mucha fuerza y pueda ella sola con toda la masa.  Pero hay que tener mucha paciencia, y no empeñarse en que crezca la masa enseguida, porque lo hace a su manera y no a la nuestra…”

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