24 de mayo de 2020

A los 70 días de mi cuarentena...

Llegó ya el domingo y con él, el final del fin de semana.  Apagué anoche el teléfono y no fue hasta después del medio día de hoy que lo volví a encender.  Gracias a ello, pude tener “silencio”, en la mañana.

Las horas sacrificadas de sueño de la última semana, me han pasado factura.  No fueron suficientes las horas descansadas hoy, porque me he sentido con el cuerpo adolorido, dolor de cabeza y muy pesada.  Definitivamente, las noches se hicieron para dormir.  Está confirmado.

Hoy se celebra el día de la Ascención del Señor.  Y me llamó mucho la atención la primera lectura que nos propone la Iglesia hoy.  Es del libro de los Hechos de los apóstoles (1,1-11).

Me pareció curioso que se habla de esos cuarenta días, que estuvo Jesús apareciendo, ya Resucitado, a sus discípulos, dándole pruebas de que estaba vivo, hablándole del Reino de Dios y dándole algunas instrucciones.

“Casualmente” este fin de semana se ha flexibilizado en nuestro país, el protocolo de la cuarentena.  Y ya a esta hora de la noche han circulado muchísimas fotos de la gente que se ha lanzado a las playas, la mayoría de ellas, olvidando las medidas de salubridad y distanciamiento social recomendado.  

No llevamos cuarenta días, llevamos setenta, escuchando las advertencias, los consejos, y todo lo relacionado al COVID 19.  Pero, a la hora de la verdad, no todos, pero sí muchos, se olvidan de lo escuchado, no valoran el bien que nos ha hecho quedarnos en casa y sencillamente, han vuelto a tirarse a la calle como si nada.

En nombre de “la libertad que necesito”, de “mi salud mental”, de que “necesito salir y no sentirme encerrado”; se comete la imprudencia de ignorar las reglas más elementales de una sana y responsable convivencia.

Me hizo hoy muchísimo más sentido, la necesidad de Jesús, la paciencia de Jesús, las repeticiones de Jesús a los discípulos, porque igualmente, tenía que explicarle las veces que fuera necesario, para ayudarles a no caer en la tentación de olvidar ese miedo que pasaron encerrados, olvidar la vulnerabilidad que experimentaron con su ausencia, el dolor que sintieron ante su inexplicable muerte.

Los seres humanos somos así.  No es suficiente que nos hagan un anuncio en alguna ocasión, que nos adviertan una sola vez; necesitamos escuchar una y otra vez lo mismo.  Requerimos pruebas, evidencias, testimonios para entonces, finalmente, entender, creer.

Casi al final de la lectura dice: “No les toca a ustedes conocer los tiempos o momentos que el Padre ha establecido con su propia autoridad; en cambio, recibirán la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre ustedes y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y “hasta el confín de la tierra”.

La Palabra nunca cae en paracaídas, siempre es novedosa y Viva.  

Ninguno de nosotros sabe o puede predecir cuándo el COVID 19 dejará de ser una gran pesadilla.  Pero de lo que tenemos certeza es, que hemos recibido la fuerza del Espíritu Santo para enfrentar este virus o cualquier cosa que nos amenace.  Pero hay que tener una convicción clara, profunda, certera de que esto es así.  Tengo que poseer memoria agradecida para poder sentirme impulsada por esa fuerza.

Hay una segunda parte que solemos olvidar un poco, como nos pasa mucho; el gran compromiso que adquirimos con esta gracia:  ser testigos del Resucitado hasta el confín de la tierra.  Dar testimonio de su Resurrección. Es una gran interrogante que he tenido presente en todos estos días de confinamiento.  

Cuando regresemos a nuestras habituales actividades y compromisos: ¿lo haré en un acto de impulsividad infantil como los que se tiraron a la calle sin mascarillas y olvidando el distanciamiento social?  ¿Lo haré ignorando mi deber como persona cristiana que no solamente tengo que velar por mi persona, sino, por el otro, que es mi primer gran responsabilidad de amor? 

¿Recordaré la Palabra que me ha sostenido en esta cuarentena? ¿Viviré agradecida de la salud y todas las gracias recibidas dentro de este difícil momento?  ¿Recordaré con corazón agradecido las veces que tuve comida sobre mi mesa?

¿Me acordaré de los nombres de tantas personas que se mostraron siempre cercanas? ¿Podré testimoniar la paciencia, la misericordia, la empatía, la solidaridad que el Espíritu sopla dentro de mí?

Como diría un viejo fiscal de mi país: “Esa es la pregunta”.

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