30 de mayo de 2020

A los 76 días de mi cuarentena...

Sábado 31…último día del mes y vísperas de Pentecostés…

Desde pequeña aprendí varias maneras de comunicarme con Abbá, Padre.  Jesús, me lo dejó bastante fácil, comencé desde niña a rezar el Padrenuestro. Luego, a través de la Palabra, he encontrado muchísimos caminos de encuentro con Jesús y a la vez, con el Padre.  Sin embargo, con el Espíritu Santo, es otra cosa.  No nos enseñan a comunicarnos con Él, exactamente, sino a invocarlo, a pedir su presencia, su acción, en un momento dado.  La relación es distinta.

Nos han dicho que para poder ver a Dios, bastará con conocer a Jesús, ya que Jesús es el rostro del Padre.  Pero, ¿y el Espíritu?  Al Espíritu le reconocemos por lo que provoca en nuestra vida, por su paso por ella, como esa brisa que sentimos, pero no sabemos de dónde vino ni a dónde fue.

En el Evangelio de Juan, se muestra, lo que llamo, el “sagrario” interior de Jesús, aquella capacidad que tenía Él de amar, a quienes otros no podían amar, de incluir a los excluidos, de acoger a los rechazados.  Pero Jesús no se atribuyó a sí mismo ese poder reconciliador, sanador, inclusivo. Él lo recibe de Otro, y es al final, que dice que le pedirá al Padre, que nos deje otro “paráclito” que esté con nosotros siempre. 

Busqué la definición de “paráclito” y en griego quiere decir “quien mira por nosotros”, el que defiende, el que infunde ánimo, el que alienta, auxilia, el que nos da valor, confianza.  Es quien nos susurra constantemente al oído, que no debemos temer…

Son muchas las ocasiones que necesito escuchar esa Voz en mi historia.  Sobre todo, cuando no sé cómo afrontar las sombras que amenazan la Luz en mi vida; cuando escucho otras voces confusas, llenas de miedos, que pretenden invadir mi espacio interior.

Cuando nos encontramos en situaciones límite, pedimos la intervención (a veces milagrosa) del Espíritu Santo.  Pretendemos obtener los resultados de la acción del Espíritu, como si fuésemos al cirujano.  Entramos a una sala de hospital y nos succionan la grasa del vientre, nos levantan los pechos, los glúteos y luego de unas horas, nos han removido todo aquello que nos hacía sentir fea.  Han eliminado todo aquello que no nos agradaba.  Y son muchas las veces que pretendemos tener los mismos resultados con el Espíritu. 

Esperamos que el Espíritu actúe en nosotros de la misma manera, pero Él va por otro camino. Su tarea no es la de “liberarnos” de las cosas que nos afean, que nos desagradan.  Sino, que su acción nos lleva a aceptarlo, acogerlo, abrazarlo.

Su tarea de transformación nos enseña a reconciliarnos con aquellas zonas de nuestra vida que nos descolocan.  Nos ayuda a aceptar la realidad de los otros, a sentir la necesidad de construir puentes de diálogo, de tejer redes de empatía con aquellas personas a las que quizás, hemos juzgado y excluido del camino.

La acción del Espíritu no me lleva, a liberarme de esas cosas que me sobran, que me estorban, que me afean.  Porque precisamente, este material que considero “desechable”  es mi realidad más auténtica, más pobre; que servirá de combustión para que el Espíritu encienda su llama en la desnudez de mi existencia.

Y cuando llevamos esa Llama encendida, entonces podremos encender a otros.  Será cuando no necesitaremos preocuparnos por nuestras palabras, por nuestras acciones, por nuestros esfuerzos.  Nuestra única tarea será, la de abandonarnos totalmente a la Acción creadora y transformadora del Espíritu.  Y los otros, al ver en nosotros ese Fuego abrasador, también querrán arder, y querrán conocerle, querrán seguirle, amarle y servirle.

Mañana, en Pentecostés, llega el momento del entendimiento, de la mirada inclusiva, del abrazo conciliador.  Pediré al Santo Espíritu que me ayude a dar cumplimiento, al sueño de Dios sobre mí.

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